Me dice Eurico Campano, asesor político y de comunicación, CEO de Campany Marketing


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Si hay algo que ha resultado especialmente doloroso para mí tras la brutal experiencia de esta pandemia, cuyos peores momentos parecen -solo parecen- haber quedado atrás, ha sido el hecho de comprobar que no hemos salido de ella convertidos en mejores personas, ni en mejores ciudadanos… ni mejores en casi nada

En esto, como en otros órdenes de la vida, hay escuelas. Yo pertenezco, sin albergar la más mínima duda, a la que sostiene y demuestra empíricamente que las mayores desgracias no extraen, necesariamente, la mejor versión de nosotros mismos. Nunca lo hacen.

Ejercí el periodismo durante casi treinta años en los que tuve silla de pista para ver de cerca, a veces demasiado, un buen número de segmentos temporales de realidad cuya suma acaba conformando eso que llamamos Historia. Viví de cerca el terrorismo de ETA, y me acerqué, de manera mucho más epidérmica, a alguna de aquellas primeras fases de las múltiples en las que se ramificó la salvaje guerra civil a varias bandas de la que hasta 1991 fue la antigua Yugoslavia. Eran tiempos en los que las nuevas cadenas de televisión privada en España acababan de nacer y algunos tuvimos el privilegio de contar, con toda nuestra frescura, lo que íbamos viviendo.

Viene esto a cuento porque cuando aquella tragedia expiró, allá por 1995, era frecuente cruzarte con algún veterano de los que habían permanecido demasiado tiempo en primera línea… y al saludar, abrazar o preguntar: -¿Qué tal estás?, por toda respuesta recibías un: «Bueno… tratando de reconciliarme con el mundo». Eran profesionales que, en una de las situaciones más extremas que puede experimentar un ser humano, una guerra cruel y despiadada entre hermanos, habían sido testigos de horrores no relatables que preferían guardar para sí. Nada de lo que dejamos atrás se asemeja a esto, es evidente. Pero los primeros días de confinamiento, con grandes avenidas desiertas y calles en las que te cruzabas apenas con uno o dos transeúntes que por encima de su mascarilla te miraban con una mezcla de miedo, recelo y desconfianza antes de cambiar de acera, me recordaban situaciones parecidas vividas en otro tiempo y en circunstancias más extremas.

El hombre o la mujer, como productos humanos, son un estadio sofisticado aunque a la vez curioso de la creación: capaces de lo mejor, claro, pero en mayor medida de lo peor.

No creo que el hombre sea bueno por naturaleza. Estoy convencido de que el mal existe… claro que sí. No me refiero, es obvio, a quien se ve obligado a violentar su andamiaje moral, ético o a quebrantar sus valores para robar o incluso matar por la desesperación de no poder ya alimentar a su familia. Hablo de quien encuentra placer en el sufrimiento ajeno o cuanto menos en el desprecio y la ignorancia de las desgracias de otros.

No sé si hemos salido de esta con más odio, o más malvados, aunque cada día dé más miedo asomarse a las llamadas redes ¿sociales?… pero sin duda nos hemos convertido en más egoístas e indiferentes. Tras el desastre, lo mío, mío, si tengo la suerte de conservarlo, y lo de los demás… a medias … en el mejor de los casos

He comenzado con un perfil demasiado alto y muchos pensarán, insisto, que una guerra poco o nada tiene que ver con lo vivido estos meses. En mi opinión, el símil es válido como patrón de comportamiento. Esta debacle sanitaria y económica va a dejar, lo está haciendo ya, millones de damnificados sin trabajo, sin dinero, sin futuro y sin esperanza. Y no estoy seguro de que este hecho, más allá de las primeras semanas de conmoción, vaya a impresionar en exceso a quienes tengan la suerte de conservar su trasero caliente y a buen recaudo. Ni el ‘escudo social’ funciona, ni confío en que quien lo ha perdido todo pueda albergar esperanzas de reparación, más allá de pequeñas ayudas, de quienes desde el ámbito civil -ONGs y demás. tendrían como misión contribuir a remediar tanta desgracia. Por no confiar, no confío ya ni en nosotros mismos.


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