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El régimen del 78 no da más de sí: o se reforma o implosiona
En 1876 don Antonio Cánovas del Castillo diseñó un régimen civilista en España adaptado a las circunstancias de la época: había que devolver al ejército a los cuarteles y generar un sistema de turno pacífico entre las dos principales fuerzas políticas, conservadores y liberales.
El régimen de 1876 demostró una gran fortaleza superando la crisis del temprano fallecimiento de Alfonso XII y la pérdida de las colonias en 1898. La nueva monarquía de Alfonso XIII, en 1902, se anunciaba como un periodo de modernización y de adaptación a los nuevos requerimientos democráticos del siglo XX. Ni el Rey ni la tercera generación de los políticos de la Restauración se percataron que la constitución de 1876 había quedado desfasada. Una constitución prensada para una sociedad rural, desmovilizada y preindustrial no servía para hacer frente a los restos del siglo XX, de una sociedad más urbana, industrial y movilizada.
Salvadas las distancias, esto es lo que ha ocurrido en España cien años después. Una constitución pensada para salir de la dictadura en 1975 está demostrando serias deficiencias para articular una representación democrática en la que el ochenta y cinco de los españoles no estemos sometidos a los nacionalistas periféricos ni a la ambición de poder sin límites del presidente del Gobierno.
Cuando un régimen político da señales de agotamiento se alumbran tres salidas posibles: el continuismo, la ruptura o la reforma. Así como hay una herencia caudillista en los presidentes del Gobierno en el concepto del poder (la «unidad de poder y coordinación de funciones» de la Ley Orgánica del Estado de 1967),es interesante observar la repetición de las tres opciones evidentes al final del régimen de Franco en 1975. Entonces, las tres salidas del régimen (continuismo, ruptura o reforma) fueron claras y entraron en el debate político público.
De nuevo en la década de 2020 esas tres opciones están sobre la mesa, aunque todavía no han llegado al debate público la decisión sobre una de ellas. Se ha dado un primer paso. Un desinhibido y podemizado Pedro Sánchez ha permitido visualizar, poner de relieve, un defecto de nuestra democracia que arrastramos desde 1977: un presidencialismo disfrazado de parlamentario, contrario a la división de poderes que consagra la Constitución; un cesarismo invasor de todas las instituciones, del Parlamento y de los órganos regidores de la justicia. Y todo ello agravado por una dependencia política de partidos nacionalistas periféricos.
Una alternativa de gobierno de oposición es esencial en un sistema democrático y en España afortunadamente contamos con ella. El deterioro del sistema es profundo, pero no tiene por qué ser definitivo. Disponemos de una Institución clave: la Corona, prestigiada y ejemplar; de una opinión pública activa y preocupada; de un numeroso grupo de funcionarios del Estado que mantiene amplios márgenes de profesionalidad e independencia; la libertad de expresión no ha sido eliminada y hay algunos límites favorables por nuestra condición de socios de la Unión Europea, como el euro y la vigilancia de los excesos autocráticos.
La opción rupturista es la menos probable: la Constitución es resistente y la Corona es una garantía de estabilidad y unidad nacional. Por si fuera poco, la opción rupturista se vincula a la República y es evidente que sus promotores son poco relevantes en lo que se refiere a influencia social. Nótese que en 1931 la República era demanda por líderes muy influyentes de la intelectualidad y la burguesía: Ortega y Gasset, Azaña, Alcalá Zamora y Miguel Maura. Nada de eso existe hoy en España lo que indica que la actual crisis política es inferior a la de 1931 en lo que se refiere a la amenaza de inestabilidad por un cambio de régimen.
El continuismo del actual estado de cosas es una opción atractiva para los líderes políticos y su cohorte de seguidores. El líder del cambio de una nueva mayoría parlamentaria se residencia en el complejo de la Moncloa y, como si fuera un milagro, el nuevo presidente queda fascinado por el despliegue de poder: director de un periódico decisivo (el BOE), gran elector de todos los cargos del Estado y administrador de un presupuesto de 695.000 millones de euros.
El poder y la burocracia por su propia naturaleza son expansivos. No se produce una renuncia voluntaria de poder, salvo que el presidente-caudillo se vea obligado a ello. La
pregunta por tanto es: si en los próximos años continúa el presidencialismo gubernamental con todas las taras que padecemos desde hace cincuenta años, ¿la crisis política será aún mayor y la opción rupturista terminará apareciendo como solución inevitable en el horizonte?
Queda por último la reforma. La experiencia demuestra que la revolución-ruptura conduce al desastre como padecimos en la Primera y Segunda repúblicas. La experiencia reformista de 1834, la de 1876 y la de 1977 fueron lo mejor que los políticos españoles han alumbrado en la España contemporánea. Si la reforma se abrió paso a partir de 1975, ahora es el momento del diseño de un liderazgo y propuesta reformista sobre la base de la experiencia de lo que ha funcionado bien y lo que precisa cambio: democratización de los partidos, retornar a un sistema de centro, evitar la polarización y sometimiento del ejecutivo a los controles propios de una monarquía parlamentaria.
El reformismo no exige una reforma Constitucional, aunque tampoco hay que descartarla. Se trata de desandar, en una legislatura, los abusos que los presidentes de Gobierno han legislado, en dóciles mayorías parlamentarias, durante casi cincuenta años.
El reformismo consiste en democratizar los partidos políticos, mudar la sede de La Moncloa a un edificio más propio de un Primer Ministro, revertir o reformar las leyes presidencialistas como el Reglamento del Congreso, la Ley de financiación de los partidos políticos, la Ley electoral, una Ley de educación de calidad con libertad de elección de la lengua vehicular, la Ley del Consejo del Poder Judicial, del Tribunal Constitucional, del Tribunal de Cuentas, el Estatuto de TV española, etc. etc. Todo ello es posible y deseable con un gran acuerdo de centro de los dos grandes partidos, pero si no fuera así es el momento de dirigirse a la opinión y recabar un apoyo decisivo de la Nación incluso por medio de un referéndum.
En 1923 la ruptura constitucional por medio de un golpe de estado militar (precisamente lo que había intentado y conseguido evitar Cánovas del Castillo) fue el elemento clave para el destronamiento del Rey Alfonso XIII. Los políticos no fueron capaces de producir un movimiento reformista que actualizara el régimen de 1876.Cien años después, podemos vernos en la misma tesitura por cuanto el descontento “hacia los políticos” abre un camino de perdición.
La percepción de que esto no da más de sí es creciente y se impone aprender del pasado. O se reforma el régimen o implosionará.
Guillermo Gortázar. Abogado e Historiador. Su último libro, otro libro de Historia, es EL CESARISMO PRESIDENCIAL. La irresistible atracción del poder absoluto: de Suárez a Sánchez; Editorial Renacimiento.
Disponemos de una Institución clave: la Corona, prestigiada y ejemplar;
Aquí dejé de leer.
Todos, todos, sabemos que esto no es cierto.
Es lógico tener miedo, con nuestros precedentes, a una III República, pero la actual monarquía es una farsa: ni se basa en la tradición, ni tiene legitimidad dinástica, ni sirve como poder moderador.
Muy acertada revisión que nos sitúa en un presente interesante que debemos afrontar con visión de futuro.
Tenemos un problema que es el peor gobierno desde Fernando VII.